Éste era un joven que (digámoslo, no era yo) bordeaba los veinte años y que hace algunos días había adquirido un increíble ejemplar de The amazing jungle, de Ward Philips Hoffmann. La tarde, una previa presentación del verano, anquilosaba el ánimo y llevaba a todos los ciudadanos de la metrópoli (no necesariamente Santiago) amarrados a la esperanza de llegar a su hogar antes del anochecer. El joven, llamémosle Antonio, decidió subir - a decir verdad: bajar - al metro, y en su precitada actividad de lector comenzó a leer desde el momento mismo en que subió. En un principio, no había mucha gente de pie y, sólo por casualidad, vio el asiento a su lado y se dejó caer sobre él tal como se dejó caer sobre las líneas del libro.
Todo habría sucedido con total naturalidad de tratarse de otra persona, pero cuando Antonio emprendía lectura era como si de pronto despegara los pies del suelo para volar sobre toda aquella configuración cosmológica ajena a lo más próximo, en este caso: un vagón absolutamente lleno, una vieja señora apoyada en un bastón y una mujer embarazada. No escuchó las cosas que el hombre de la corbata roja dijo respecto a su madre, ni el enervante murmullo a su alrededor; no vio a ninguna de las mujeres ni prestó atención a la voz tremenda del hombre a su lado, no hasta que la vieja señora golpeó al joven con el metálico y sucio pomo del bastón y le pidió amablemente ceder el puesto a la embarazada. No titubeó, sin mirar a nadie más sonrió a la mujer, cerró el libro y se levantó. Inmediatamente reanudó su lectura, nuevamente ajeno a los comentarios de tantas personas aficionadas a tratar con desprecio a cualquiera de sus semejantes.
Todo habría sucedido con total naturalidad de tratarse de otra persona, pero cuando Antonio emprendía lectura era como si de pronto despegara los pies del suelo para volar sobre toda aquella configuración cosmológica ajena a lo más próximo, en este caso: un vagón absolutamente lleno, una vieja señora apoyada en un bastón y una mujer embarazada. No escuchó las cosas que el hombre de la corbata roja dijo respecto a su madre, ni el enervante murmullo a su alrededor; no vio a ninguna de las mujeres ni prestó atención a la voz tremenda del hombre a su lado, no hasta que la vieja señora golpeó al joven con el metálico y sucio pomo del bastón y le pidió amablemente ceder el puesto a la embarazada. No titubeó, sin mirar a nadie más sonrió a la mujer, cerró el libro y se levantó. Inmediatamente reanudó su lectura, nuevamente ajeno a los comentarios de tantas personas aficionadas a tratar con desprecio a cualquiera de sus semejantes.