Antonio Gramsci
[29-I-1916; I.G.P.; S.G. 22-26]
Nos cayó a la vista hace algún tiempo un artículo en el cual Enrico Leone, de esa forma complicada y nebulosa que le es tan a menudo propia, repetía algunos lugares comunes acerca de la cultura y el intelectualismo en relación con el proletariado, oponiéndoles la práctica, el hecho histórico, con los cuales la clase se está preparando el porvenir con sus propias manos. No nos parece inútil volver sobre ese tema, ya otras veces tratado en el Grido y que ya se benefició de un estudio más rigurosamente doctrinal, especialmente en la Avanguardia de los jóvenes, en ocasión de la polémica entre Bordiga, de Nápoles, y nuestro Tasca.
Vamos a recordar dos textos: uno de un romántico alemán, Novalis (que vivió de 1772 a 1801), el cual dice: "El problema supremo de la cultura consiste en hacerse dueño del propio yo trascendental, en ser al mismo tiempo el yo del yo propio. Por eso sorprende poco la falta de percepción e intelección completa de los demás. Sin un perfecto conocimiento de nosotros mismos, no podremos conocer verdaderamente a los demás".
El otro, que resumiremos, es de G. B. Vico. Vico (en el Primer corolario acerca del habla por caracteres poéticos de las primeras naciones, en la Ciencia Nueva) ofrece una interpretación política del famoso dicho de Solón que luego adoptó Sócrates en cuanto a la filosofía, "Conócete a ti mismo", y sostiene que Solón quiso con ello exhortar a los plebeyos --que se creían de origen animal y pensaban que los nobles eran de origen divino-- a que reflexionaran sobre sí mismos para reconocerse de igual naturaleza humana que los nobles, y, por tanto, para que pretendieran ser igualados con ellos en civil derecho. Y en esa conciencia de la igualdad humana de nobles y plebeyos pone luego la base y la razón histórica del origen de las repúblicas democráticas de la Antigüedad.
No hemos reunido esos dos textos por capricho. Nos parece que en ellos se indican, aunque no se expresen ni definan por lo largo, los límites y los principios en los cuales debe fundarse una justa comprensión del concepto de cultura, también respecto del socialismo.
Hay que perder la costumbre y dejar de concebir la cultura como saber enciclopédico en el cual el hombre no se contempla más que bajo la forma de un recipiente que hay que rellenar y apuntalar con datos empíricos, con hechos en bruto e inconexos que él tendrá luego que encasillarse en el cerebro como en las columnas de un diccionario para poder contestar, en cada ocasión, a los estímulos varios del mundo externo. Esa forma de cultura es verdaderamente dañina, especialmente para el proletariado. Sólo sirve para producir desorientados, gente que se cree superior al resto de la humanidad porque ha amontonado en la memoria cierta cantidad de datos y fechas que desgrana en cada ocasión para levantar una barrera entre sí mismo y los demás. Sólo sirve para producir ese intelectualismo cansino e incoloro tan justa y cruelmente fustigado por Romain Rolland y que ha dado a luz una entera caterva de fantasiosos presuntuosos, más deletéreos para la vida social que los microbios de la tuberculosis o de la sífilis para la belleza y la salud física de los cuerpos. El estudiantillo que sabe un poco de latín y de historia, el abogadillo que ha conseguido arrancar una licenciatura a la desidia y a la irresponsabilidad de los profesores, creerán que son distintos y superiores incluso al mejor obrero especializado, el cual cumple en la vida una tarea bien precisa e indispensable y vale en su actividad cien veces más que esos otros en las suyas. Pero eso no es cultura, sino pedantería; no es inteligencia, sino intelecto, y es justo reaccionar contra ello.
La cultura es cosa muy distinta. Es organización, disciplina del yo interior, apoderamiento de la personalidad propia, conquista de superior conciencia por la cual se llega a comprender el valor histórico que uno tiene, su función en la vida, sus derechos y sus deberes, Pero todo eso no puede ocurrir por evolución espontánea, por acciones y reacciones independientes de la voluntad de cada cual, como ocurre en la naturaleza vegetal y animal, en la cual cada individuo se selecciona y específica sus propios órganos inconscientemente, por la ley fatal de las cosas. El hombre es sobre todo espíritu, o sea, creación histórica, y no naturaleza. De otro modo no se explicaría por qué, habiendo habido siempre explotados y explotadores, creadores de riqueza y egoístas consumidores de ella, no se ha realizado todavía el socialismo. La razón es que sólo paulatinamente, estrato por estrato, ha conseguido la humanidad conciencia de su valor y se ha conquistado el derecho a vivir con independencia de los esquemas y de los derechos de minorías que se afirmaron antes históricamente. Y esa conciencia no se ha formado bajo el brutal estímulo de las necesidades fisiológicas, sino por la reflexión inteligente de algunos, primero, y, luego, de toda una clase sobre las razones de ciertos hechos y sobre los medios mejores para convertirlos, de ocasión que eran de vasallaje, en signo de rebelión y de reconstrucción social. Eso quiere decir que toda revolución ha sido precedida por un intenso trabajo de crítica, de penetración cultural, de permeación de ideas a través de agregados humanos al principio refractarios y sólo atentos a resolver día a día, hora por hora, y para ellos mismos su problema económico y político, sin vínculos de solidaridad con los demás que se encontraban en las mismas condiciones. El último ejemplo, el más próximo a nosotros y, por eso mismo, el menos diverso del nuestro, es el de la Revolución francesa. El anterior período cultural, llamado de la Ilustración y tan difamado por los fáciles críticos de la razón teorética, no fue --o no fue, al menos, completamente-- ese revoloteo de superficiales inteligencias enciclopédicas que discurrían de todo y de todos con uniforme imperturbabilidad, que creían ser hombres de su tiempo sólo una vez leída la Gran enciclopedia de D'Alembert y Diderot; no fue, en suma, sólo un fenómeno de intelectualismo pedante y árido, como el que hoy tenemos delante y encuentra su mayor despliegue en las Universidades populares de ínfima categoría. Fue una revolución magnífica por la cual, como agudamente observa De Sanctis en la Storia della letteratura italiana, se formó por toda Europa como una conciencia unitaria, una internacional espiritual burguesa sensible en cada una de sus partes a los dolores y a las desgracias comunes, y que era la mejor preparación de la rebelión sangrienta luego ocurrida en Francia.
En Italia, en Francia, en Alemania se discutían las mismas cosas, las mismas instituciones, los mismos principios. Cada nueva comedia de Voltaire, cada pamphlet nuevo, era como la chispa que pasaba por los hilos, ya tendidos entre Estado y Estado, entre región y región, y se hallaban los mismos consensos y las mismas oposiciones en todas partes y simultáneamente. Las bayonetas del ejército de Napoleón encontraron el camino ya allanado por un ejército invisible de libros, de opúsculos, derramados desde París a partir de la primera mitad del siglo XVIII y que habían preparado a los hombres y las instituciones para la necesaria renovación. Más tarde, una vez que los hechos de Francia consolidaron de nuevo la conciencia, bastaba un movimiento popular en París para provocar otros análogos en Milán, en Viena, y en los centros más pequeños. Todo eso parece natural, espontáneo, a los facilones, pero en realidad sería incomprensible si no se conocieran los factores de cultura que contribuyeron a crear aquellos estados de ánimo dispuestos a estallar por una causa que se consideraba común.
El mismo fenómeno se repite hoy para el socialismo. La conciencia unitaria del proletariado se ha formado o se está formando a través de la crítica de la civilización capitalista, y crítica quiere decir cultura, y no ya evolución espontánea y naturalista. Crítica quiere decir precisamente esa conciencia del yo que Novalis ponía como finalidad de la cultura. Yo que se opone a los demás, que se diferencia y, tras crearse una meta, juzga los hechos y los acontecimientos, además de en sí y por sí mismos, como valores de propulsión o de repulsión. Conocerse a si mismos quiere decir ser lo que se es, quiere decir ser dueños de sí mismo, distinguirse, salir fuera del caso, ser elemento de orden, pero del orden propio y de la propia disciplina a un ideal. Y eso no se puede obtener si no se conoce también a los demás, su historia, el decurso de los esfuerzos que han hecho los demás para ser lo que son, para crear la civilización que han creado y que queremos sustituir por la nuestra. Quiere decir tener noción de qué es la naturaleza, y de sus leyes, para conocer las leyes que rigen el espíritu. Y aprenderlo todo sin perder de vista la finalidad última, que es conocerse mejor a sí mismos a través de los demás, y a los demás a través de sí mismos.
Si es verdad que la historia universal es una cadena de los esfuerzos que ha hecho el hombre por liberarse de los privilegios, de los prejuicios y de las idolatrías, no se comprende por qué el proletariado, que quiere añadir otro eslabón a esa cadena, no ha de saber cómo, y por qué y por quién ha sido precedido, y qué provecho puede conseguir de ese saber.
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