Llegaba de madrugada y escuchaba mis casets en la radio, encerrado en la pieza. Como aún estaba ebrio y olía a alcohol, iba por un vaso de agua, me lavaba los dientes y me dejaba puesto un pantalón viejo y una polera desteñida que usaba para dormir. Escuchaba las canciones que grababa desde la radio, imaginando un programa fantasma, conducido por un personaje azaroso, perdido en la niebla de aquellas horas cercadas por el silencio. No fueron mis primeros experimentos radiales, ni serían los últimos. De niño inventaba historias que no alcanzaba a poner por escrito, pero que en la vieja radio grabadora conseguían configurarse llenas de sentido, mundos fonéticos a los que aquel sonido oscuro, terroso, ajeno, daba textura, personalidad. Y parecía tan cercana la posibilidad de hacer llegar las palabras a otros cuantos, siempre de noche (era la única manera en que se podía concebir) y como un susurro llegando desde muy lejos. Quizás ahora, con más facilidades, se me hace una actividad demasiado transparente y descubierta; las twitcams y podcast no son de una gran visibilidad mediática, pero alcanza para borrar los rincones de complicidad que antes parecían imposibles.
Viernes. Sábado. A veces llegaba más temprano o simplemente no salía, y entonces me quedaba leyendo, apoyado contra la pared como estoy ahora. También tomaba nota de las líneas de tiempo construidas de manera salvaje en los viajes en micro, completadas cuando legaba la noche y no había otra cosa que pensar. Los mundos que fui creando se convirtieron, después, en la arena para los juegos de rol que jugué como director. Tenía un cuaderno de personajes que maduraron conmigo, algunos desaparecieron, otros quedaron adheridos a los cuentos permanentes.
Me gustaban las cosas sencillas como aquella y hay algo en esto que se revela como lo esencial, como la dirección de la brújula que llevo dentro. Para comunicar, hay que volver a la soledad, a la oscuridad eléctrica de nuestro propio soundtrack.
Viernes. Sábado. A veces llegaba más temprano o simplemente no salía, y entonces me quedaba leyendo, apoyado contra la pared como estoy ahora. También tomaba nota de las líneas de tiempo construidas de manera salvaje en los viajes en micro, completadas cuando legaba la noche y no había otra cosa que pensar. Los mundos que fui creando se convirtieron, después, en la arena para los juegos de rol que jugué como director. Tenía un cuaderno de personajes que maduraron conmigo, algunos desaparecieron, otros quedaron adheridos a los cuentos permanentes.
Me gustaban las cosas sencillas como aquella y hay algo en esto que se revela como lo esencial, como la dirección de la brújula que llevo dentro. Para comunicar, hay que volver a la soledad, a la oscuridad eléctrica de nuestro propio soundtrack.
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